A veces los recuerdos vienen a la cabeza a través de pequeñas cosas, pequeños gestos que recuerdan a alguien. El pasado se traslada al ahora disfrazándolo de felicidad o, al menos, de calma apacible que nos sumerge a ratos en una zozobra placentera de la que no queremos despertar. Buenos ratos, buenas palabras, mágicas noches, bellos besos, benditas risas. Un cúmulo de experiencias más o menos reales que guarda cada uno en su infinito. De lo que fue a lo contado puede ir un abismo pero, lo que vale, es el ahora.
No ha mucho me topé con un recuerdo en plena calle. Dudé entre acercarme y saludar o huir volando y mantener intactos mis sueños acabados. ¿Saludo? Permanecí inmóvil observando a la sombra, esperando que cruzara la mirada y avanzara hacia mí con una sonrisa. Eso facilita las cosas. Miedo a qué. A nada. O no. Ser distinto al de hace años, más feo, más viejo y menos sabio. O encontrar a un ser distinto que me defraude, que no reconozca.
Estuve dos o tres minutos hasta que marchó de la escena dejándome un sabor agridulce en la boca. Cuánto tiempo sin verte. Hasta cuándo ya. Los miedos nos apartan de las cosas bellas. El temor a un encuentro insulso supera a la melancolía del recuerdo. No te traiciones, me digo pero... cuesta tanto acercarse a la gente, a los seres que fueron queridos, a los viejos amigos, a los primeros amores. Quizás mejor así, guardar todo en el infinito interior de cada uno, disfrazado, inventado o transformado pero no perdiendo la conciencia de que nos pertenece, de que ha sido y es parte de nosotros.
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