No recuerdo bien el año. Debió de ser a principio de los ochenta. Íbamos al centro por el Paseo Marítimo a casa del abuelo, en un Seat 1430. Cuántos viajes.
Mis hermanos y yo revoloteábamos por el asiento trasero en busca de un geyperman sin dueño o Dios sabe qué. La ausencia de cinturones y asientos infantiles permitía encarnizadas luchas sin ningún tipo de control, a excepción de las amenazas de papá y la mano acechante de mamá que nunca lograba alcanzarnos.
La oscuridad fue rápidamente extediéndose y unas gotas fueron asomando por los cristales. De pronto, sin avisar, cayó una enorme granizada que ensordeció nuestros gritos. Parecía que el cielo se caía en nuestras cabezas. Mi padre, con cierta tranquilidad me pareció entonces, giró el volante y se echó a un lado de la calle, cuando aun había cientos de aparcamientos libres en Cádiz. Pegada nuestra nariz a la ventanilla del coche contemplamos la blancura que se iba depositando en el suelo. ¡ NIEVE !
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